Nec in Falerno colle maior Autumnus
John Saurio mezcla desde hace tiempo tequila y cocaína como única manera de sobrellevar las horas transcurridas en compañía de su esposa, la insular Spotless Maiol. Acodado en una mesa, junto a la ventana de la cantina, entrecierra los ojos y saborea una vez más el jugo del agave mientras juguetea con un espejito primorosamente enfundado en un estuche de cuero. Con sus dedos hace recorrer la funda desde el meñique al pulgar de su mano derecha, serpenteando entre todos sus falanges carnosas. Cada vez que el estuche supera su dedo anular sufre una pequeña interrupción en su órbita al trabarse con el anillo nupcial.
El sol centellea sobre las rocas taheñas y se derrama a raudales sobre el interior de la cantina, a pesar de las emanaciones adheridas al vidrio del ventanal por efecto de la grasa incrustada. Emanaciones pilosas, pulvurulentas. Y también insectos atrapados en la telaraña oleaginosa. Pero la luz solar toda la mugre atraviesa, se tamiza hasta adquirir una tonalidad de pelo de rata joven y se esparce sobre la mesa y el rostro de John Saurio.
Una gota de grisáceo sudor ensucia sus sienes. El pueblo anda revuelto. Los indios no respetan los pactos y acosan a los cuatreros con las mismas armas que él les ha ayudado a obtener. ¡Oh, mudable destino! El Gran Asno apenas puede contener a su tribu para que no asalten sin más el poblado. Toda la retórica sobre el inquebrantable respeto a la palabra dada de los indígenas es falsa. ¡Falsa! Jóvenes cachorros van arrinconando al Gran Asno, se sirven de él para convocar al hombre blanco junto a la hoguera para fumar la pipa de la paz, mientras conspiran para arrancarles las cabelleras y secarlas al sol. ¡Oh, hi de puta del Gran Asno e hi de putas cada uno de los pelos su híspido bigote! John Saurio extrae el espejito de su funda y sobre el mismo esparce unos grumos de gualda cocaína, la distribuye a renglones y por un canutillo la conduce a su paladar. Allí la mezcla con un nuevo sorbo de tequila y deja volar su imaginación en nuevos e inimaginados tormentos que infligiría al jefe indio y a todos los indígenas de esas malditas tierras.
De repente su mente regresa a la insidiosa Spotless, obcecada como siempre en los avatares de sus plantitas, en su huerto mantenido con el primor con que los pajarillos-dice ella-cuidan de sus nidos y de su camada. Spotless, ajena a las preocupaciones y a los sinsabores, sigue pensando en construir un Edén en ese erial de piedras descompuestas por el delirio geológico. Spotless, tan cándida y cerrada en sí misma, se vuelve odiosa en su candor. A Saurio le irrita en lo más hondo su porfiado ensalzamiento de las bondades de los indios, de sus costumbres, de sus grotescos rituales, de sus vestidos primitivos, sucios e impracticables, de sus chozas pestilentes.
Spotless aparece en ese momento bajo el dintel de la puerta, vestida de blanco lino, con un mazo de rosas trabajosamente surgidas de la árida tierra. "Oh, John-dice con tono de predicadora-ya estás bebiendo otra vez ese asqueroso mejunje". El sol recorta su figura tras ella, y lienzos de lino traslúcido la envuelven como a una ondina surgente. "John, John, anda, deja eso y ven, ven a ver el huerto. ¡Ya han brotado los guisantes! ¡Qué florecillas tan hermosas tienen!"
A John Saurio, deslumbrado por el sol, se le nubla la mirada turbia, echa mano al cinto, extrae con inusitada ligereza el revólver, los desamartilla y casi sin apuntar, como guiado por una mano invisible, descerraja el cargador sobre la insoportable insular, cándida e inocente, feliz amiga de los indios y cliente de linares Spotless Maiol, la insufrible.
El sol centellea sobre las rocas taheñas y se derrama a raudales sobre el interior de la cantina, a pesar de las emanaciones adheridas al vidrio del ventanal por efecto de la grasa incrustada. Emanaciones pilosas, pulvurulentas. Y también insectos atrapados en la telaraña oleaginosa. Pero la luz solar toda la mugre atraviesa, se tamiza hasta adquirir una tonalidad de pelo de rata joven y se esparce sobre la mesa y el rostro de John Saurio.
Una gota de grisáceo sudor ensucia sus sienes. El pueblo anda revuelto. Los indios no respetan los pactos y acosan a los cuatreros con las mismas armas que él les ha ayudado a obtener. ¡Oh, mudable destino! El Gran Asno apenas puede contener a su tribu para que no asalten sin más el poblado. Toda la retórica sobre el inquebrantable respeto a la palabra dada de los indígenas es falsa. ¡Falsa! Jóvenes cachorros van arrinconando al Gran Asno, se sirven de él para convocar al hombre blanco junto a la hoguera para fumar la pipa de la paz, mientras conspiran para arrancarles las cabelleras y secarlas al sol. ¡Oh, hi de puta del Gran Asno e hi de putas cada uno de los pelos su híspido bigote! John Saurio extrae el espejito de su funda y sobre el mismo esparce unos grumos de gualda cocaína, la distribuye a renglones y por un canutillo la conduce a su paladar. Allí la mezcla con un nuevo sorbo de tequila y deja volar su imaginación en nuevos e inimaginados tormentos que infligiría al jefe indio y a todos los indígenas de esas malditas tierras.
De repente su mente regresa a la insidiosa Spotless, obcecada como siempre en los avatares de sus plantitas, en su huerto mantenido con el primor con que los pajarillos-dice ella-cuidan de sus nidos y de su camada. Spotless, ajena a las preocupaciones y a los sinsabores, sigue pensando en construir un Edén en ese erial de piedras descompuestas por el delirio geológico. Spotless, tan cándida y cerrada en sí misma, se vuelve odiosa en su candor. A Saurio le irrita en lo más hondo su porfiado ensalzamiento de las bondades de los indios, de sus costumbres, de sus grotescos rituales, de sus vestidos primitivos, sucios e impracticables, de sus chozas pestilentes.
Spotless aparece en ese momento bajo el dintel de la puerta, vestida de blanco lino, con un mazo de rosas trabajosamente surgidas de la árida tierra. "Oh, John-dice con tono de predicadora-ya estás bebiendo otra vez ese asqueroso mejunje". El sol recorta su figura tras ella, y lienzos de lino traslúcido la envuelven como a una ondina surgente. "John, John, anda, deja eso y ven, ven a ver el huerto. ¡Ya han brotado los guisantes! ¡Qué florecillas tan hermosas tienen!"
A John Saurio, deslumbrado por el sol, se le nubla la mirada turbia, echa mano al cinto, extrae con inusitada ligereza el revólver, los desamartilla y casi sin apuntar, como guiado por una mano invisible, descerraja el cargador sobre la insoportable insular, cándida e inocente, feliz amiga de los indios y cliente de linares Spotless Maiol, la insufrible.
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