11.5.06

Historias layetanas

Don Pasquale entrecierra los ojos, aturdidos por el sol mediterráneo, y mira a través de los visillos. La plaza está animada: El pueblo, ajeno a sus inquietudes, transita o medra a la luz del mediodía. Don Pasquale tiene setenta años. Atrás queda el vigor y el arrojo de su juventud. Si antes el pueblo le seguía como a un oráculo era porque no se expresaba en su lenguaje llano y abrupto, sino en versos osados, deslumbrantes y homéricos; ahora sus labios sólo aciertan a proferir epitafios.

Don Pasquale se siente amenazado incluso en su propio caserón. Por ello, apenas habla con nadie que no pertenezca a su guardia de korps. Incomprendido, calumniado a veces, comprueba que los vapores que quiso convertir en pétrea sempiterna realidad se han obstinado en negarse al tránsito y a la decantación, humean y a la postre son esparcidos por el viento y el tiempo. ¡Ah, cuando una palabra suya bastaba para acallar a un hombre, para exiliarlo, para aniquilarlo! Ahora todo son asechanzas, los pactos se rescinden, la palabra pierde su valor y los enemigos pululan, embozados, por los corredores palaciegos. ¡Caiga el cielo y se hunda el mundo! Él piensa resistir hasta el final, parapetándose si el fuego es intenso o cruzado y aprovechando los desmayos del enemigo para contraatacar y, ahora sí, acabar definitivamente con cuantos se han hecho sus adversarios. El poder no debe compartirse, nunca.

Don Pasquale oye unos pasos que avanzan por el corredor y se alza para recibir al visitante. Resuenan en las gastadas baldosas de desdibujados arabescos unos pasos cautos pero firmes, conocedores del terreno que pisan. Los goznes del portalón chirrían al abrirse y aparece recortada en el dintel la silueta de Beppe Carota.

--Pasquale, me has llamado.

--Es la guerra, Beppe. Vete, llévate a los tuyos. Te doy hasta mediodía.

El sudor perla las frentes de las dos viejas cabezas. La muerte sobrevuela la estancia y cae el silencio sobre ambos; afuera, en la soleada plaza, se acalla el rumor de la turba que, impávida e ignava, no sabe que atiende el desencadenamiento de un nuevo fraticidio. De súbito, resuena un estallido amortiguado. Los sicarios han comenzado a ajustar sus cuentas en los arrabales. La plaza queda desierta. Don Pasquale se sienta de nuevo, entorna los ojos y la atisba entre los visillos, dando abiertamente la espalda a su interlocutor.

Beppe Carota, la mano en la sobaquera, da media vuelta y se adentra en los corredores. Los ecos de sus pasos resuenan fatigados en el empedrado, menguan y se extinguen. Al cabo, se le ve cruzando la plaza acompañado de unos pocos secuaces. De golpe se detiene y vuelve su mirada al ventanal. Su mirada se cruza con la invisble mirada de Don Pasquale. Con gesto cansado, reanuda el paso y se pierde entre las callejas con su séquito.

El viento sibila tenue portando un hórrido sonido. Se afilan las dagas a orillas del Rubricatus.

1 Comments:

Blogger Blueberry said...

Maese Leporello, acaso recordando sus azarosas correrías juveniles con las mesnadas de Don Pasqualle, nos trae este impactante relato.

Este nóvel escritor cada vez lo hace mejor, un poco farragoso, un poco gótico, un poco críptico, cansino a veces. Pero efectivo, casi vemos caer las gotas de sudor de la frente de pasquale, percibimos la melancolía en el semblante de Beppo, escuchamos los pasos retumbando en las marmóreas losas de la fortaleza....

En definitiva, que queremos más.

11:11 a. m.  

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