Cliente mañanero, causa de mi partida de la Urbe, salones más ambiciosos, si sabes, visita. No soy causídico, ni hábil para los amargos pleitos, sino un perezoso, un hombre mayor y un compañero de las Musas. El ocio y el sueño me benefician: los que me negó la gran Roma. Allí regreso, si incluso aquí se me hace madrugar.
25.5.06
11.5.06
Historias layetanas
Don Pasquale entrecierra los ojos, aturdidos por el sol mediterráneo, y mira a través de los visillos. La plaza está animada: El pueblo, ajeno a sus inquietudes, transita o medra a la luz del mediodía. Don Pasquale tiene setenta años. Atrás queda el vigor y el arrojo de su juventud. Si antes el pueblo le seguía como a un oráculo era porque no se expresaba en su lenguaje llano y abrupto, sino en versos osados, deslumbrantes y homéricos; ahora sus labios sólo aciertan a proferir epitafios.
Don Pasquale se siente amenazado incluso en su propio caserón. Por ello, apenas habla con nadie que no pertenezca a su guardia de korps. Incomprendido, calumniado a veces, comprueba que los vapores que quiso convertir en pétrea sempiterna realidad se han obstinado en negarse al tránsito y a la decantación, humean y a la postre son esparcidos por el viento y el tiempo. ¡Ah, cuando una palabra suya bastaba para acallar a un hombre, para exiliarlo, para aniquilarlo! Ahora todo son asechanzas, los pactos se rescinden, la palabra pierde su valor y los enemigos pululan, embozados, por los corredores palaciegos. ¡Caiga el cielo y se hunda el mundo! Él piensa resistir hasta el final, parapetándose si el fuego es intenso o cruzado y aprovechando los desmayos del enemigo para contraatacar y, ahora sí, acabar definitivamente con cuantos se han hecho sus adversarios. El poder no debe compartirse, nunca.
Don Pasquale oye unos pasos que avanzan por el corredor y se alza para recibir al visitante. Resuenan en las gastadas baldosas de desdibujados arabescos unos pasos cautos pero firmes, conocedores del terreno que pisan. Los goznes del portalón chirrían al abrirse y aparece recortada en el dintel la silueta de Beppe Carota.
--Pasquale, me has llamado.
--Es la guerra, Beppe. Vete, llévate a los tuyos. Te doy hasta mediodía.
El sudor perla las frentes de las dos viejas cabezas. La muerte sobrevuela la estancia y cae el silencio sobre ambos; afuera, en la soleada plaza, se acalla el rumor de la turba que, impávida e ignava, no sabe que atiende el desencadenamiento de un nuevo fraticidio. De súbito, resuena un estallido amortiguado. Los sicarios han comenzado a ajustar sus cuentas en los arrabales. La plaza queda desierta. Don Pasquale se sienta de nuevo, entorna los ojos y la atisba entre los visillos, dando abiertamente la espalda a su interlocutor.
Beppe Carota, la mano en la sobaquera, da media vuelta y se adentra en los corredores. Los ecos de sus pasos resuenan fatigados en el empedrado, menguan y se extinguen. Al cabo, se le ve cruzando la plaza acompañado de unos pocos secuaces. De golpe se detiene y vuelve su mirada al ventanal. Su mirada se cruza con la invisble mirada de Don Pasquale. Con gesto cansado, reanuda el paso y se pierde entre las callejas con su séquito.
El viento sibila tenue portando un hórrido sonido. Se afilan las dagas a orillas del Rubricatus.
Don Pasquale se siente amenazado incluso en su propio caserón. Por ello, apenas habla con nadie que no pertenezca a su guardia de korps. Incomprendido, calumniado a veces, comprueba que los vapores que quiso convertir en pétrea sempiterna realidad se han obstinado en negarse al tránsito y a la decantación, humean y a la postre son esparcidos por el viento y el tiempo. ¡Ah, cuando una palabra suya bastaba para acallar a un hombre, para exiliarlo, para aniquilarlo! Ahora todo son asechanzas, los pactos se rescinden, la palabra pierde su valor y los enemigos pululan, embozados, por los corredores palaciegos. ¡Caiga el cielo y se hunda el mundo! Él piensa resistir hasta el final, parapetándose si el fuego es intenso o cruzado y aprovechando los desmayos del enemigo para contraatacar y, ahora sí, acabar definitivamente con cuantos se han hecho sus adversarios. El poder no debe compartirse, nunca.
Don Pasquale oye unos pasos que avanzan por el corredor y se alza para recibir al visitante. Resuenan en las gastadas baldosas de desdibujados arabescos unos pasos cautos pero firmes, conocedores del terreno que pisan. Los goznes del portalón chirrían al abrirse y aparece recortada en el dintel la silueta de Beppe Carota.
--Pasquale, me has llamado.
--Es la guerra, Beppe. Vete, llévate a los tuyos. Te doy hasta mediodía.
El sudor perla las frentes de las dos viejas cabezas. La muerte sobrevuela la estancia y cae el silencio sobre ambos; afuera, en la soleada plaza, se acalla el rumor de la turba que, impávida e ignava, no sabe que atiende el desencadenamiento de un nuevo fraticidio. De súbito, resuena un estallido amortiguado. Los sicarios han comenzado a ajustar sus cuentas en los arrabales. La plaza queda desierta. Don Pasquale se sienta de nuevo, entorna los ojos y la atisba entre los visillos, dando abiertamente la espalda a su interlocutor.
Beppe Carota, la mano en la sobaquera, da media vuelta y se adentra en los corredores. Los ecos de sus pasos resuenan fatigados en el empedrado, menguan y se extinguen. Al cabo, se le ve cruzando la plaza acompañado de unos pocos secuaces. De golpe se detiene y vuelve su mirada al ventanal. Su mirada se cruza con la invisble mirada de Don Pasquale. Con gesto cansado, reanuda el paso y se pierde entre las callejas con su séquito.
El viento sibila tenue portando un hórrido sonido. Se afilan las dagas a orillas del Rubricatus.
1.5.06
Entre las muchas cosas que azoran al habitante de este país, una notable es la fealdad de sus vistas panorámicas, excepción hecha de aquéllas que únicamente enfoquen un paraje donde las agregaciones humanas estén ausentes. Dicho de otra manera, las ciudades, los pueblos y los lugares de más de quinientos habitantes, vistos desde lejos y en perspectiva, deprimen. Y no es a causa de la aridez del terreno donde se asientan ni de la morfología desagradable del país, bien al contario: Pese a lo montuoso de nuestras tierras, pese a que éstas ofrecen una multitud de perspectivas, pese a lo variado y ameno de la naturaleza allí donde se conserva, la habitación humana constituye casi invariablemente una afrenta a la mirada. Tendemos a pensar que así sucede doquiera, pero lo cierto es que, en el contexto europeo, las poblaciones patrias destacan por este infausto motivo. Súbase quien dude de mi aserto a cualquier otero y desde ahí contemple el lienzo que se le ofrece, juzgue desapasionadamente y convenga conmigo. Siempre hay quien, para negar el oprobio, aducirá tal o cual supuesta octava maravilla, generalmente vinculada a su tierra chica, y refutará los pareceres contrarios mediante argumentos que tarde o temprano le conducirán a alabar el pescaíto frito de tal o cual tasca de su pueblo. Estos mismos conciudadanos conforman la amplia minoría mayoritaria que rige realmente el país, y hay que decir que parecen francamente no inmutarse cuando se pone ante sus ojos la realidad que describimos. Así, uno se los encuentra sobre una colina, a la que habrán accedido invariablemente en coche, contemplando satisfechos la destrucción y calculando mentalmente --y a veces verbalizando-- el producto hipotético de tanta insania.
Lo mismo sucede con las vistas interiores. En algunas ciudades es casi imposible situarse en algún punto desde el que lo percibido por la retina no invite al desasosiego. ¿En qué lugar de Barcelona, por ejemplo, puede la vista relajarse e inspirar a la mente elevadas consideraciones? ¿En el cruce de la calle Aragón con la del insigne Balmes? ¿En la desquiciada perspectiva del Arco de Triunfo intersecado por el edificio de Gas Natural? ¿En el polígono irregular de la plaza de la Catedral? ¿O acaso en la opresiva Vía Layetana, vista desde la plaza del obispo Urquinaona, cuando los vapores mefíticos del tráfico permiten verla en toda su horripilancia?
Hay algunos, pocos, miradores, repartidos desigualmente, que sí permiten disfrutar de una panorámica equiparable a la de otras ciudades europeas: El Campo del Moro desde la plaza de Oriente, en Madrid; el baldío castellano desde algún punto --no todos-- de las murallas de Ávila; algún escorzo de la catedral de Gerona desde la Dehesa; el casco antiguo de Albarracín visto a pie de muralla, y poca cosa más. En general la mirada abraza, junto a joyas arquitectónicas depositadas por nuestros ancestros, aberraciones innominadas imposibles de concebir en una sociedad que no se haya alienado de sí misma. Así sucede en emplazamientos que hubieran podido pasar a formar parte del amplio catálogo de las vedute del viejo continente: ¿Qué le falta a la plaza del Pilar, en Zaragoza, para ser un lugar ameno? ¿Y al barrio de la Seo ilerdense, cuando es contemplado de allende el Segre? ¿Y al panorama que se abre desde los jardines episcopales de Pamplona? ¿Qué les falta? No les falta nada: Les sobra todo lo que se ha hecho en los últimos doscientos años para dar cabida, de mala manera, al incremento de población. Porque no se trata de que la vivienda humana sea desagradable a la vista, ni de que la arquitectura de antaño nos resulta más apreciable aunque sólo sea por el tiempo transcurrido. Lo primero lo desmienten los ensanches de tantas ciudades europeas (Hamburgo, Amsterdam, Montpellier, por ejemplo); lo segundo, la incómoda sensación que también provocan barrios antiguos, como La Ribera barcelonesa o el arrabal turolense. No falla la arquitectura: Es el urbanismo. Es la indecencia de tantos arquitectos y propietarios que han edificado de espaldas al contexto en que han elevado sus obras.
Única excepción sean acaso algunas poblaciones del norte peninsular. La fachada cantábrica, tal vez por la pertinaz llovizna benéfica que la protege del asalto de las masas, presenta lugares habitados cuya contemplación aún invita a la fe en la estirpe ibera. Pueblos recogidos, como Ribadesella; ciudades desarrolladas en armonía con su entorno, como San Sebastián; perspectivas abiertas al mundo benévolamente, como la corniche de La Coruña... Pero de las cordilleras cántabras hacia el sur, Sturm und Drang al modo marbellí.
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Lo que hace especialmente recomendable una visita a Roma no son ni los recorridos por los consabidos centros de solaz turístico, ni las visitas guiadas por las famosas ruinas imperiales, ni la inmersión en las áreas destinadas a la explotación de todos los iconos del falso tipismo. Allí, el visitante encontrará lo que espera encontrar en Roma, y esa Roma, empero, hace tiempo que dejó de existir o bien, incluso, no ha llegado a existir nunca. Como tantas otras ciudades víctimas de la marea turística, Roma se parece cada vez a las páginas costumbristas de las guías y los baedekers, y el viajero sensible puede llevarse una gran decepción cuando vea que los figurantes del Coliseo se disfrazan con toga romana pero la anudan al modo púnico. Aún no se ha llegado al extremo desfigurante de Venecia o a la inmovilidad acongojante de Brujas, porque la ciudad de Roma subsiste mientras las dos citadas agonizan. Pero la pestífera mixtificación avanza de año en año.
El español que visita Roma debe dejarse de museos vaticanos y de recorridos por el foro, salvo que tenga un genuino interés por un artista determinado o amplios conocimientos de arqueología y de historia antigua. El español que visita Roma debe aprovechar para disfrutar de las vistas que ofrece la ciudad, al igual que el español que se desplaza a Venecia puede olvidarse de visitar la plaza de San Marcos y de dejarse estafar en un café de sus soportales y, en cambio, debe visitar la Giudecca para desde allí contemplar el fascinante espectáculo de la misma plaza y de los mismos soportales, irreales entre la neblina de la laguna.
Las vistas que ofrece Roma son innumerables, y todas merecen la pena. Yo recomendaría subir primero a algunas de las colinas clásicas y después iría a otras de más reciente anexión pero vinculadas también a los momentos gloriosos de la Urbe. Subiría primero al Aventino y recorrería las distintas basílicas que ornan sus laderas, y que ofrecen impagables perspectivas del Tíber a su paso por la prisión de Regina Coeli, justo donde el río realiza un atrevido giro y toma la recta que le conducirá al castillo del Santo Ángel. Desde la cumbre del mons Aventinus, a través del orificio de la cerradura de la Villa Malta, obtendrá una de las estampas más famosas de la cúpula de San Pedro, diminuta e imponente al mismo tiempo, como un diorama. Del Aventino me encaminaría al Celio, uno de los alcores de menor fama y mayor belleza de la ciudad. Vagumque maior Celius et minor fatigant, decía el bilbilitano Marcial, refiriéndose a las pendientes de esta colina con dos cabezas (Celio mayor y Celio menor) donde residían los extranjeros (castra peregrina) a quienes se prohibía edificar en el recinto de la ciudad. De ahí que el monte Celio siga siendo hoy uno de los menos densos de la antigua Roma. En la cumbre del Celio mayor hay unos jardines poco cuidados que circundan la sede del Instituto Italiano de Geografía e Historia. Desde un belvedere situado en una esquina del mismo se tiene la mejor visión posible de las termas de Caracalla: Resulta mucho más provechoso observarlas desde aquí, majestuosas y relucientes al sol romano, entrevistas a través de los altivos pinos laciales, que a pie de ruina. Del Celio pasaría al Palatino, auténtico origen de los orígenes de la ciudad, donde Rómulo trazó el surco que marcó los primeros límites de la civilización de la que somos modestos herederos. Allí se encontraba el poblado primigenio, enfrentado ladera con ladera con el del Quirinal. Desde el Palatino, entre los restos ciclópeos de los palacios imperiales, veremos, a lo lejos, todo el centro de Roma, y a nuestros pies los foros imperiales con turistas hormigueando entre cascotes anónimos. ¡Qué mayor comprensión tendremos nosotros de la magnitud de la empresa de nuestros ancestros contemplándola desde esta atalaya augustea! Esto nos dará fuerzas para dirigirnos al otro asentamiento prerromano de la Urbe, que se hallaba sobre el monte Quirinal y donde actualmente se levanta el magnífico palacio homónimo, sede de la presidencia de la república y antigua residencia pontificia. Ante la fachada renacentista de ese palacio y de la del antiguo ministerio de las colonias se abre un espacio de aire que permite la contemplación del armónico conjunto arquitectónico: es decir, hay una plaza en sentido estricto. Si nos situamos junto a los colosales Dioscuros que se alzan en el medio podremos sentir el latido bullicioso de toda la ciudad y, al mismo tiempo, sentirnos resguardados de sus excesos. ¿Qué nos falta? Es indispensable, naturalmente, ascender al Capitolio, encararse a la estatua ecuestre de Marco Aurelio y dejar vagar la mente entre los palacios miguelangescos. Provistos de la necesaria energía estética, podemos entonces asomarnos a la más famosa de las vistas de los foros imperiales, encajados entre el Palatino, el Quirinal y el Viminal. Veremos en primer plano los arcos, las basílicas, los templos y, al fondo, la famosa Suburra (la clamosa Subura, decía Marcial), el barrio más popular y renombrado de la antigua Roma. No pudiendo describir con palabras lo que abarca la vista, sugiero simplemente su constatación presencial. Sirva simplemente de esbozo la sensación que provoca saber que en las cumbres del Palatino y del Quirinal hubo, en tiempos remotos, dos pueblos que vivieron largo tiempo enfrentados hasta que decidieron unir sus fuerzas y conformar una única ciudad: Roma. La distancia que media entre ambos hoy nos parece ínfima pero nada es más relativo que el espacio, salvo el tiempo.
No sólo las colinas clásicas (i sette colli) ofrecen solaz a la vista. Hay otros promontorios que alimentan tanto como los del elenco clásico el espíritu del paseante, y que están dentro del perímetro de la Roma clásica. Descataremos sólo dos: el Pincio y la plaza de Trinità dei Monti. El Pincio se encuentra en los jardines de Villa Borghese y tiene un famoso mirador sobre la plaza del Popolo y la Roma renacentista. Es todavía un lugar de esparcimiento de los romanos, que aprecian la inmejorable orientación, abierta al Sur y al sol, las techumbres cuajadas de cúpulas bruñidas, centelleantes campanarios y abigarradas buhardillas, todo ello con el telón de fondo del Janícolo y presidido por el indescifrable obelisco de la plaza que invita a elevar la vista hacia el infinito del cielo. La iglesia de la Trinità dei Monti, por su parte, se encuentra en la parte superior de las escalinatas de la plaza de España, e induce a nuestra mirada a penetrar oblicuamente en la señorial vía Condotti y a sobrevolar los tejados nemorosos de la Roma cardenalicia, aristocrática y cosmopolita de los tiempos de los Estados Pontificios, mientras sentimos el aire perfumado por las azaleas que aderezan los peldaños de Francesco de Sanctis.
Pero Roma, como Constaninopla, como se aprecia mejor es vista de lejos, y para eso hay que abandonar el inmenso centro histórico y lograr la suficiente perspectiva como para que nuestra mirada abarque de una vez todo el conjunto. Propongo tres ascensiones, a sabiendas de que dejo de recomendar otras muchas. La primera es la del Janícolo o Gianicolo. Ahí hay que subir en un atardecer de primavera, para embriagarnos con los efluvios del jardín botánico y, sentados junto al pedestal de la estatua de Garibaldi, dejar vagar la mirada por el cielo romano. El aire fresco --el ponentino-- que asciende por el Tíber desde el mar, nos refrescará después de la ascensión, y las bandadas de estorninos, compactas y zigzagueantes por encima del piélago de cúpulas rojizas, doradas o albas, hipnotizarán nuestra mirada cautiva. Desde esta altura Roma se aparece como una ciudad inmersa en la foresta, salvaje como una ruina azteca recubierta de excrecencias selváticas. Desde aquí comprenderemos cabalmente que la Urbe mantiene una lucha constante con la maleza que amenaza con cubrirla, lucha de la que tanto la naturaleza como la civilización salen reforzadas. Si queremos ganar aún más perspectiva, debemos desplazarnos hasta la Pineta Sacchetti, un bosque en medio de la ciudad, tan extraordinario como una ciudad en medio de un bosque, como una Manaus invertida. Si vamos de madrugada podremos ver escurrirse entre los densos pinares y encinares algún zorro o algún tejón. Si vamos al atardecer, oiremos piar y gorjear las aves de este retazo edénico. Una masa boscosa impenetrable se abre ante nosotros: El Valle del Infierno, agreste y virgen, entre dos de los barrios más densamente poblados de la Urbe. Aquí venían los romanos de la antigüedad a disfrutar de las Saturnalia, y aquí siguen viniendo hoy en día para ver su ciudad enmarcada en un óvalo verde, púrpura y añil. El recorrido finaliza en el Monte Mario, locus amoenus par excellence de la Roma clásica, donde Marcial levantó su rus minimum o pequeña hacienda campestre con la que redondeaba sus ingresos como poeta. La Urbe se ofrece ahora en su marco más amplio, la campiña lacial, y las estribaciones de los Apeninos nos recuerdan los límites geográficos del primitivo poder de Roma. Los montes albanos al fondo, enemigos antiguos de la ciudad y luego su balneario, las cumbres nevadas que nos devuelven la luz solar con un centelleo y el Tíber que discurre sin canalizar, entre una fronda espesa ribereña, nos harán sentir definitivamente romanos de los de antes, de los de ahora, y de los de siempre. Esculpido en piedra en una estela junto a nosotros, podremos leer este fragmento de uno de los epigramas del famoso español que nos antecedió:
Y tras haber meditado un poco, podremos volver a casa.
Lo mismo sucede con las vistas interiores. En algunas ciudades es casi imposible situarse en algún punto desde el que lo percibido por la retina no invite al desasosiego. ¿En qué lugar de Barcelona, por ejemplo, puede la vista relajarse e inspirar a la mente elevadas consideraciones? ¿En el cruce de la calle Aragón con la del insigne Balmes? ¿En la desquiciada perspectiva del Arco de Triunfo intersecado por el edificio de Gas Natural? ¿En el polígono irregular de la plaza de la Catedral? ¿O acaso en la opresiva Vía Layetana, vista desde la plaza del obispo Urquinaona, cuando los vapores mefíticos del tráfico permiten verla en toda su horripilancia?
Hay algunos, pocos, miradores, repartidos desigualmente, que sí permiten disfrutar de una panorámica equiparable a la de otras ciudades europeas: El Campo del Moro desde la plaza de Oriente, en Madrid; el baldío castellano desde algún punto --no todos-- de las murallas de Ávila; algún escorzo de la catedral de Gerona desde la Dehesa; el casco antiguo de Albarracín visto a pie de muralla, y poca cosa más. En general la mirada abraza, junto a joyas arquitectónicas depositadas por nuestros ancestros, aberraciones innominadas imposibles de concebir en una sociedad que no se haya alienado de sí misma. Así sucede en emplazamientos que hubieran podido pasar a formar parte del amplio catálogo de las vedute del viejo continente: ¿Qué le falta a la plaza del Pilar, en Zaragoza, para ser un lugar ameno? ¿Y al barrio de la Seo ilerdense, cuando es contemplado de allende el Segre? ¿Y al panorama que se abre desde los jardines episcopales de Pamplona? ¿Qué les falta? No les falta nada: Les sobra todo lo que se ha hecho en los últimos doscientos años para dar cabida, de mala manera, al incremento de población. Porque no se trata de que la vivienda humana sea desagradable a la vista, ni de que la arquitectura de antaño nos resulta más apreciable aunque sólo sea por el tiempo transcurrido. Lo primero lo desmienten los ensanches de tantas ciudades europeas (Hamburgo, Amsterdam, Montpellier, por ejemplo); lo segundo, la incómoda sensación que también provocan barrios antiguos, como La Ribera barcelonesa o el arrabal turolense. No falla la arquitectura: Es el urbanismo. Es la indecencia de tantos arquitectos y propietarios que han edificado de espaldas al contexto en que han elevado sus obras.
Única excepción sean acaso algunas poblaciones del norte peninsular. La fachada cantábrica, tal vez por la pertinaz llovizna benéfica que la protege del asalto de las masas, presenta lugares habitados cuya contemplación aún invita a la fe en la estirpe ibera. Pueblos recogidos, como Ribadesella; ciudades desarrolladas en armonía con su entorno, como San Sebastián; perspectivas abiertas al mundo benévolamente, como la corniche de La Coruña... Pero de las cordilleras cántabras hacia el sur, Sturm und Drang al modo marbellí.
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Lo que hace especialmente recomendable una visita a Roma no son ni los recorridos por los consabidos centros de solaz turístico, ni las visitas guiadas por las famosas ruinas imperiales, ni la inmersión en las áreas destinadas a la explotación de todos los iconos del falso tipismo. Allí, el visitante encontrará lo que espera encontrar en Roma, y esa Roma, empero, hace tiempo que dejó de existir o bien, incluso, no ha llegado a existir nunca. Como tantas otras ciudades víctimas de la marea turística, Roma se parece cada vez a las páginas costumbristas de las guías y los baedekers, y el viajero sensible puede llevarse una gran decepción cuando vea que los figurantes del Coliseo se disfrazan con toga romana pero la anudan al modo púnico. Aún no se ha llegado al extremo desfigurante de Venecia o a la inmovilidad acongojante de Brujas, porque la ciudad de Roma subsiste mientras las dos citadas agonizan. Pero la pestífera mixtificación avanza de año en año.
El español que visita Roma debe dejarse de museos vaticanos y de recorridos por el foro, salvo que tenga un genuino interés por un artista determinado o amplios conocimientos de arqueología y de historia antigua. El español que visita Roma debe aprovechar para disfrutar de las vistas que ofrece la ciudad, al igual que el español que se desplaza a Venecia puede olvidarse de visitar la plaza de San Marcos y de dejarse estafar en un café de sus soportales y, en cambio, debe visitar la Giudecca para desde allí contemplar el fascinante espectáculo de la misma plaza y de los mismos soportales, irreales entre la neblina de la laguna.
Las vistas que ofrece Roma son innumerables, y todas merecen la pena. Yo recomendaría subir primero a algunas de las colinas clásicas y después iría a otras de más reciente anexión pero vinculadas también a los momentos gloriosos de la Urbe. Subiría primero al Aventino y recorrería las distintas basílicas que ornan sus laderas, y que ofrecen impagables perspectivas del Tíber a su paso por la prisión de Regina Coeli, justo donde el río realiza un atrevido giro y toma la recta que le conducirá al castillo del Santo Ángel. Desde la cumbre del mons Aventinus, a través del orificio de la cerradura de la Villa Malta, obtendrá una de las estampas más famosas de la cúpula de San Pedro, diminuta e imponente al mismo tiempo, como un diorama. Del Aventino me encaminaría al Celio, uno de los alcores de menor fama y mayor belleza de la ciudad. Vagumque maior Celius et minor fatigant, decía el bilbilitano Marcial, refiriéndose a las pendientes de esta colina con dos cabezas (Celio mayor y Celio menor) donde residían los extranjeros (castra peregrina) a quienes se prohibía edificar en el recinto de la ciudad. De ahí que el monte Celio siga siendo hoy uno de los menos densos de la antigua Roma. En la cumbre del Celio mayor hay unos jardines poco cuidados que circundan la sede del Instituto Italiano de Geografía e Historia. Desde un belvedere situado en una esquina del mismo se tiene la mejor visión posible de las termas de Caracalla: Resulta mucho más provechoso observarlas desde aquí, majestuosas y relucientes al sol romano, entrevistas a través de los altivos pinos laciales, que a pie de ruina. Del Celio pasaría al Palatino, auténtico origen de los orígenes de la ciudad, donde Rómulo trazó el surco que marcó los primeros límites de la civilización de la que somos modestos herederos. Allí se encontraba el poblado primigenio, enfrentado ladera con ladera con el del Quirinal. Desde el Palatino, entre los restos ciclópeos de los palacios imperiales, veremos, a lo lejos, todo el centro de Roma, y a nuestros pies los foros imperiales con turistas hormigueando entre cascotes anónimos. ¡Qué mayor comprensión tendremos nosotros de la magnitud de la empresa de nuestros ancestros contemplándola desde esta atalaya augustea! Esto nos dará fuerzas para dirigirnos al otro asentamiento prerromano de la Urbe, que se hallaba sobre el monte Quirinal y donde actualmente se levanta el magnífico palacio homónimo, sede de la presidencia de la república y antigua residencia pontificia. Ante la fachada renacentista de ese palacio y de la del antiguo ministerio de las colonias se abre un espacio de aire que permite la contemplación del armónico conjunto arquitectónico: es decir, hay una plaza en sentido estricto. Si nos situamos junto a los colosales Dioscuros que se alzan en el medio podremos sentir el latido bullicioso de toda la ciudad y, al mismo tiempo, sentirnos resguardados de sus excesos. ¿Qué nos falta? Es indispensable, naturalmente, ascender al Capitolio, encararse a la estatua ecuestre de Marco Aurelio y dejar vagar la mente entre los palacios miguelangescos. Provistos de la necesaria energía estética, podemos entonces asomarnos a la más famosa de las vistas de los foros imperiales, encajados entre el Palatino, el Quirinal y el Viminal. Veremos en primer plano los arcos, las basílicas, los templos y, al fondo, la famosa Suburra (la clamosa Subura, decía Marcial), el barrio más popular y renombrado de la antigua Roma. No pudiendo describir con palabras lo que abarca la vista, sugiero simplemente su constatación presencial. Sirva simplemente de esbozo la sensación que provoca saber que en las cumbres del Palatino y del Quirinal hubo, en tiempos remotos, dos pueblos que vivieron largo tiempo enfrentados hasta que decidieron unir sus fuerzas y conformar una única ciudad: Roma. La distancia que media entre ambos hoy nos parece ínfima pero nada es más relativo que el espacio, salvo el tiempo.
No sólo las colinas clásicas (i sette colli) ofrecen solaz a la vista. Hay otros promontorios que alimentan tanto como los del elenco clásico el espíritu del paseante, y que están dentro del perímetro de la Roma clásica. Descataremos sólo dos: el Pincio y la plaza de Trinità dei Monti. El Pincio se encuentra en los jardines de Villa Borghese y tiene un famoso mirador sobre la plaza del Popolo y la Roma renacentista. Es todavía un lugar de esparcimiento de los romanos, que aprecian la inmejorable orientación, abierta al Sur y al sol, las techumbres cuajadas de cúpulas bruñidas, centelleantes campanarios y abigarradas buhardillas, todo ello con el telón de fondo del Janícolo y presidido por el indescifrable obelisco de la plaza que invita a elevar la vista hacia el infinito del cielo. La iglesia de la Trinità dei Monti, por su parte, se encuentra en la parte superior de las escalinatas de la plaza de España, e induce a nuestra mirada a penetrar oblicuamente en la señorial vía Condotti y a sobrevolar los tejados nemorosos de la Roma cardenalicia, aristocrática y cosmopolita de los tiempos de los Estados Pontificios, mientras sentimos el aire perfumado por las azaleas que aderezan los peldaños de Francesco de Sanctis.
Pero Roma, como Constaninopla, como se aprecia mejor es vista de lejos, y para eso hay que abandonar el inmenso centro histórico y lograr la suficiente perspectiva como para que nuestra mirada abarque de una vez todo el conjunto. Propongo tres ascensiones, a sabiendas de que dejo de recomendar otras muchas. La primera es la del Janícolo o Gianicolo. Ahí hay que subir en un atardecer de primavera, para embriagarnos con los efluvios del jardín botánico y, sentados junto al pedestal de la estatua de Garibaldi, dejar vagar la mirada por el cielo romano. El aire fresco --el ponentino-- que asciende por el Tíber desde el mar, nos refrescará después de la ascensión, y las bandadas de estorninos, compactas y zigzagueantes por encima del piélago de cúpulas rojizas, doradas o albas, hipnotizarán nuestra mirada cautiva. Desde esta altura Roma se aparece como una ciudad inmersa en la foresta, salvaje como una ruina azteca recubierta de excrecencias selváticas. Desde aquí comprenderemos cabalmente que la Urbe mantiene una lucha constante con la maleza que amenaza con cubrirla, lucha de la que tanto la naturaleza como la civilización salen reforzadas. Si queremos ganar aún más perspectiva, debemos desplazarnos hasta la Pineta Sacchetti, un bosque en medio de la ciudad, tan extraordinario como una ciudad en medio de un bosque, como una Manaus invertida. Si vamos de madrugada podremos ver escurrirse entre los densos pinares y encinares algún zorro o algún tejón. Si vamos al atardecer, oiremos piar y gorjear las aves de este retazo edénico. Una masa boscosa impenetrable se abre ante nosotros: El Valle del Infierno, agreste y virgen, entre dos de los barrios más densamente poblados de la Urbe. Aquí venían los romanos de la antigüedad a disfrutar de las Saturnalia, y aquí siguen viniendo hoy en día para ver su ciudad enmarcada en un óvalo verde, púrpura y añil. El recorrido finaliza en el Monte Mario, locus amoenus par excellence de la Roma clásica, donde Marcial levantó su rus minimum o pequeña hacienda campestre con la que redondeaba sus ingresos como poeta. La Urbe se ofrece ahora en su marco más amplio, la campiña lacial, y las estribaciones de los Apeninos nos recuerdan los límites geográficos del primitivo poder de Roma. Los montes albanos al fondo, enemigos antiguos de la ciudad y luego su balneario, las cumbres nevadas que nos devuelven la luz solar con un centelleo y el Tíber que discurre sin canalizar, entre una fronda espesa ribereña, nos harán sentir definitivamente romanos de los de antes, de los de ahora, y de los de siempre. Esculpido en piedra en una estela junto a nosotros, podremos leer este fragmento de uno de los epigramas del famoso español que nos antecedió:
Hinc septem dominos uidere montis
et totam licet aestimare Romam,
Albanos quoque Tusculosque colles
et quodcumque iacet sub urbe frigus,
Fidenas ueteres breuesque Rubras
et quod uirgineo cruore gaudet
Annae pomiferum nemus Perennae.
"Desde aquí se pueden ver las siete señoras
colinas y apreciar toda la extensión de Roma,
e incluso los montes de Alba y de Túsculo
y todo el frescor que se extiende a las afueras de la ciudad,
la antigua Fidenas y la pequeña Rubra
y el fructífero bosque sagrado de Anna Perenna."
Y tras haber meditado un poco, podremos volver a casa.