3.11.06

Iniciativa por los clowns

Un corresponsal helmántico, cuando han llegado a su conocimiento los resultados de las elecciones autonómicas catalanas, se dirije a mí, estupefacto, ante el resultado obtenido por la formación Iniciativa por Cataluña. No se explica, dice, cómo una opción política que lleva un siglo cosechando fracasos, sembrando miseria y promoviendo el bestialismo ha podido concitar el apoyo de casi un diez por ciento de los electores que se desplazaron hasta las urnas. Mi corresponsal sostiene que a Llamazares y sus acólitos nadie les hace el menor caso en el resto de España y que en Europa, exceptuando la Italia que nuevamente naufraga (Oh patria mia, vedo le mura e gli archi, e le colonne e i simulacri, e l'erme Torri degli avi nostri, ma la gloria non vedo...) , no pasa por ser sino un movimiento marginal y casi extraparlamentario.

Es evidente que mi interlocutor salmantino hace tiempo que no viene por Barcelona. Si viniera, comprobaría que por doquiera--en las calles, en las universidades, hasta en los centros de trabajo--campan por sus fueros altivas legiones de jóvenes pazguatos, principal granero de la secta, jóvenes de hasta cuarenta años, de estrafalaria vestimenta y afectado rostro; vería sus atuendos compuestos, en las féminas, de superposiciones de tejidos bastos o de diseños pueriles y aberrantes, y en los varones, de prendas ceñidas y hechuras desenfadadas, cuando no de tejido de calzoncillo. Comprobaría, además, que fuera cual fuese la combinación de harapos y trapitos, gran cantidad de estos nuevos petimetres vendría ornado de un abalorio o un embellecedor de origen vagamente tercermundista. Desde el petimetre tradicional, enfundado en palestinesca bufanda, hasta el más moderno y viajado, con un amuleto malinés al cuello o una bandolera de colorines bolivianos; esto último, incluso entre hombres.

Toda esta fauna monótonamente aindiada o amestizada se dedica con tesón a vivir del cuento, entendiendo por tal el erario público, concebido por ellos como un aljibe inacabable, como inacabables son las mil y una noches. Los hay que tienen una cierta formación, generalmente en el ámbito de las fallidas ciencias sociales. Hace unos años predominaban los temibles sociólogos, pero su patente inutilidad les ha hecho menguar un tanto, lo que ha favorecido a una nueva casta, los politólogos: Ignorantes generalistas especializados en tergiversar las realidades más evidentes. No faltan tampoco los historiadores, los filólogos gaélicos, los biblioteconomistas ni los comunicadores. Otros muchos cesaron sus iniciados estudios para seguir el cursus honorum de la solidaridad multicultural, la acción política local y, en general, de los rudimentos del mamoneo. En la tribu descollan dos subgrupos que gozan de un prestigio indiscutido: los faranduleros y los periodistas (no los grandes reporteros, sino los que pueblan las redacciones de las publicaciones deficitarias, los estudios de las emisoras municipales y, ahora también, los platós de las televisiones locales).

Todos ellos, como decíamos, viven o aspiran a vivir, y bien, del tesoro público. Para su entretenimiento se han creado infinidad de centros de estudio, fundaciones o institutos, siempre en permanente expansión, para que desde sus canonjías promuevan obras pergeñadas con una inaudita ausencia de rigor y un temerario desprecio al pensamiento humano. Boletines, anuarios, informes, proyectos, borradores (drafts, dicen los petimetres), memorias y cuantos formatos quepa imaginarse, son publicados en incontable número, remitidos entre sí por estas sandías asociaciones y sepultados en los archivos, o en las papeleras, sin que jamás lector alguno holle sus fementidas páginas.

Quienes no aspiran a disimular sus carencias intelectuales acceden directamente a una suerte de funcionariado irregular, generalmente en los entes locales, en el que echan raíces, primero tiernas y frágiles, pero con los años fuertes y robustas, y se les acaba proporcionando por arte de birlibirloque una plaza en propiedad por que ya no hay modo de desarraigarlos. Este fenómeno ha convertido a los ayuntamientos en fortalezas de los pazguatos, con las consecuencias que son de observar por quien recorra el país. La diputación, por su parte, semeja un gigantesco cabildo cardenalicio, opulento y medieval, poblado sacristanes y beatas que se reparten las pingües almoinas de los fieles forzosos.

Ya se ha comentado que uno de los grupúsculos que goza de mayor prestigio es el que se mueve entre las bambalinas. Desde el monólogo más breve hasta la obra coral más soporífera, todo el teatro, todo el cine, todo el mimo, la danza, el claqué, la revista, el circo, así como cualesquiera otras manifestaciones que vagamente se aproximen a las denominadas artes escénicas, se lucra a costa del esfuerzo ajeno, con un continuo montar y desmontar espectáculos frente a plateas vacías o pobladas de amigos, familiares y enchufados provistos de gorra. Todo en este teatro estatal es transgresión inane, impericia extrema y aburrimiento cósmico. El tesoro público se desangra por el sumidero de estos Sófocles de pacotilla y estas Bernhards de aplec de cargols. Tragicómicos funcionarios que ofician una y otra vez el mismo rito autorreferencial.

Los denominados periodistas suelen estar directamente a sueldo del señor feudal de turno, o bien depender de un medio que si abre cada mañana es porque se reciben las correspondientes transferencias de la hacienda común. Su completa ignorancia y la ya larga tradición de prejuicios les lleva a repetir una y otra vez las mismas falsas noticias apocalípticas o salvíficas, a adoptar recurrentemente el mismo mohín de desagrado o el mismo tonillo jocundo al hablar una y otra vez, decíamos, de las mismas falsas noticias. El mundo que describen es mucho más sencillo que el de libros de El Barco de Vapor. Los buenos y los malos lo son en estado puro. El hecho noticiable lo es siempre en función de un vago compromiso con desfavorecidos longíncuos e imprecisos. Lo que les rodea, el ambiente corrompido en que medran, no les parece noticia sino lo más natural del mundo.

Estos distintos grupos y otros anexos tienen sus puntos de encuentro bien definidos. Los que se hallan mejor situados frecuentan restaurantes caros para paladares analfabetos y los que menos, más baratos. Lo que más les satisface el gusto es que sea pagando la pubilla. Pero al aire libre se pueden observar auténticos enjambres en el barrio de Gracia, y muy particularmente en los aledaños de los cines Verdi, donde degustan sin entender nada una y otra vez la misma película pretenciosa y ñoña. Más tarde, al caer la noche, estos haraganes se concentran en los bares de La Ribera o en salas de fiestas impropias de su edad: el Razzmatazz, el Jamboree... Allí han hecho las prácticas y allí siguen pontificando, años después.

Toda esta gente vive a costa del erario público, como se ha dicho. Viajan. No pocos han conocido Porto Alegre gratis et amore. Otros han llevado a cabo estancias más o menos prolongadas en universidades extranjeras, generalmente en lugares mal elegidos: en el Quebec, en Flandes, en Escocia. Como nunca han aprendido bien idiomas, no han entendido nada, y vuelven con las mismas ideas torcidas que llevaron, pero con una añadidura indígena por lo general improcedente y absurda. Aquí sobrellevan sus pensamientos merced a un barniz de deconstructivismo francés de tercera mano--nunca en lengua original, que desconocen--y de las derivadas más extravagantes de la libertad anglosajona. Lo más serio que han leído es a Galeano, y tomaron sus palabras con más devoción que San Pedro las del Maestro. En poesía, los más osados llegaron hasta Benedetti, a quien consideran poeta, o a traducciones ingeniosas de la lírica oriental. La narrativa que consumen es de tesis y combativa; si puede ser escrita por mujeres, mejor, y si además surge del mundo islámico, tradicional aliado en su antisemitismo, entonces es la repera. De historia rehúsan tener más que las cuatro nociones que les dio un barbudo comunista en el instituto y las ciencias constituyen un verdadero arcano para ellos. Cualquier obra que tenga más de treinta años es sospechosa, entre este público, de reaccionarismo, y si por azar cae en sus manos algo que les contradiga tienen pronto el adjetivo adecuado: fascista. En el ámbito de la música no han superado o el chumba-chumba sofisticado o el folclorismo. Beethoven les suena a propaganda nazi.

Estas son las huestes de iniciativa por los clowns, trágicos émulos de un póster del Che.