11.3.08

De un debate sobre crianza y educación

Hola,

Soy el aquí llamado "costillo" de X y padre, por tanto, de Y.

Elegir colegio, dado el depauperado estado de la educación en España, es tarea difícil. Si, como sucede en Cataluña, hay que tomar en consideración también el aspecto lingüístico, entonces la tarea es casi ímproba.

Sempronia tiene a mi juicio razón en todo lo que ha dicho a este respecto, y por tanto no hay nada más que añadir. Quizá sí sirva de algo clarificar un trío de falacias:

La primera es la que sostiene que el tratamiento del castellano como lengua extranjera no perjudica al aprendizaje porque de todos modos se aprende en la calle y a través de los denominados 'inputs' (cine, prensa, etc.). Lo cierto es que de adverarse esa teoría, los niños de Liverpool no harían clase de inglés ni los de Madrid clase de castellano.

La segunda es la que afirma que el hecho de que los próceres de la sociedad lleven sus hijos a colegios privados no supone demérito alguno de la escuela pública. Sin embargo, constituye una prueba fehaciente del escaso aprecio que hacen de dicha escuela quienes conocen bien los resultados que ofrece y el adoctrinamiento que busca.

La tercera es la que predica que sin la enseñanza al 100% en catalán, éste desaparecería. Parecería por tanto que lo que no logró (ni por asomo) una enseñanza al 0% en catalán (en tiempos de Franco) sí que lo lograría una enseñanza al 50%.

Que el catalán está en peligro de extinción en Cataluña es cierto, pero fundamentalmente porque su imposición (las multas que refiere Sempronia son también ciertas, resultando indiferente para el multado si es por no rotular en catalán o por hacerlo en castellano) ya genera rechazo e irá generando más, especialmente entre los alumnos, que son los más sometidos a la presión. No hay que olvidar que España dejó de ser en la práctica un país eminentemente católico después de los cuarenta años de nacionalcatolicismo obligatorio.

El problema de fondo radica en la concepción de la enseñanza. En Cataluña al menos, desde hace años, la escuela es concebida como una herramienta de ingeniería social, en la estela de la escuela pedagógica de Rosa Sensat. Mediante la escuela, más que transmitir enseñanzas, se pretende conformar a los alumnos conforme a un determinado sistema de valores sociales y culturales. Los pedagogos insertos en la burocracia se consideran desde luego mucho más capacitados que los padres para decidir qué educación corresponde a nuestros hijos. Se pretende en suma dar lugar a una sociedad distinta de la que hay desde la administración, lo que en el fondo se parece mucho a lo que pretenden hacer en Corea del Norte, aunque con otra intensidad. No hay que olvidar que Marta Mata, inspiradora en buena medida de la Logse, era catalana.

En muchos lugares los padres tienen más margen de maniobra. Se les da un cheque, por ejemplo, para que elijan la escuela que prefieran. También los colegios tienen mayor autonomía para elegir contenidos, sistemas pedagógicos o valores filosóficos. La aspiración de muchos aquí, en cambio, es que todos vayamos cortados por el mismo rasero, como en Pyongyang.

Repasando mi actitud vital en la adolescencia (y creo no ser el único), estoy convencido de que haberme tratado de imponer una lengua en detrimento de otra de forma coactiva (por ejemplo, mediante las notas) me hubiera generado un rechazo tal de no volver a proferir voluntariamente en ella palabra alguna; al igual que de haberme dado la brasa con la ecología y la paz como hacen ahora en los colegios, sería el ser más tóxico y belicoso del planeta.

Las escuelas, en un país civilizado, no son laboratorios de ingeniería social, sino centros de transmisión de conocimientos en un contexto, si se quiere, de determinados valores. Los conocimientos han ido muy a menos en los últimos años, hasta situarnos a la altura de Suriname o de Malawi en las investigaciones internacionales; y paralelamente han ido cobrando cuerpo los contenidos transversales, la educación en valores (en sus valores), las reglas de buen ciudadano (del buen gallego, del buen sostenible, del buen pacifista) y, en definitiva, aquellos aspectos de la formación de la persona que antes eran indisolubles de la patria potestad.

Existe una interesante teoría antropológica que afirma que, al contrario de lo que comúnmente se piensa, las capacidades intelectivas del ser humano han ido menguando, y no aumentado, a lo largo de la evolución de la especie. Es decir: el hombre de Cromagnon habría sido más inteligente que el hombre actual. Se explica ese fenómeno aparentemente paradójico y contradictorio con nuestra experiencia por el hecho de que el hombre de las cavernas tenía que adaptarse a un territorio virgen y extremadamente hostil (la naturaleza es extremadamente hostil hasta que se la domina) y para ello necesitaba una mente preclara. Los seres humanos posteriores, al haber podido aprovechar aquello que ya habían edificado los anteriores (carreteras, puentes, armas, inventos varios) no han necesitado tanta inteligencia para sobrevivir, y así sus capacidades cerebrales han ido empequeñeciéndose hasta el resultado actual. La tecnología y el gregarismo irían sustituyendo a la inteligencia y al individuo.

Todo parece indicar que la pedagogía contemporánea asume los postulados de esa teoría antropológica.

Yo casi también, pero como Montilla, si pudiera, llevaría mi hija al colegio alemán. No vaya a ser que la teoría esté equivocada.