22.6.06

Durante estas noches de canturreo de nanas y de probaturas de la lactancia he encontrado tiempo para reflexionar acerca del magnífico estado del bienestar que ha ido construyendo la sociedad española. Realmente, estamos protegidos contra todas las desventuras, merced a nuestra benefactora administración pública, que vela por nosotros. Así, por ejemplo, a mí me ha correspondido un día de baja no remunerada, el del parto, y eso después de comunicar fehacientemente al Juzgado donde se me esperaba para celebrar un juicio que, a la misma hora, me encontraba auxiliando a mi mujer en la noble tarea de dar a luz. No es fácil enviar un fax mientras estás en un paritorio, pero al final, si se pone empeño, se consigue. Al día siguiente, eso sí, la Ilustre Corporación a la que pertenezco me hizo ver los límites de todo sistema de protección social, cuando me comunicó que de ningún modo podía sustraerme a la guardia de detenidos que me había caído en suerte para ese día aunque, en una muestra de magnánima comprensión, se me exoneró de tener que acudir a la comisaría del aeropuerto y se limitó el número de asistencias a realizar a seis, lo que únicamente comporta otras tantas horas de trabajo, que se realizan con gran gusto cuando sabes que tu mujer está recuperándose de un alumbramiento y tu hija cuenta con un día de vida. La misma respuesta negativa recibí del Juzgado de Menores, donde se me esperaba para dos juicios, con el sólido argumento de que quien había parido no era yo (cosa fisiológicamente imposible mientras Zapatero no ponga remedio) sino mi mujer y que, por tanto, debía abandonar a mi menor a su suerte y acudir a las dos vistas que, naturalmente, no se celebraron por incomparecencia, la una, del acusado, y la otra, de los agentes de policía que no habían sido convenientemente citados. Alegría, alegría. Con gran regocijo he recibido también la noticia de que no me corresponde percepción alguna por paternidad, pues la mutua profesional a la que estoy obligatoriamente adscrito no la prevé y la Seguridad Social no me cubre. A mi mujer, en cambio, después de 10 años de cotización en el RETA le darán fantabulosa cantidad de 380 euros mensuales durante cuatro meses, con los que pensamos abrir una cuenta ahorro vivienda para que nuestra hija, de aquí a dos siglos, pueda comprarse una plaza de aparcamiento en las afueras de Lérida. ¡Ah! ¡Qué solaz la vida del autónomo! Mi corporación, además, me dará una ayuda de 80 euros prorrateados en tres meses, que no se si dedicar a la precitada cuenta ahorro vivienda o en irnos toda la familia unida a un balneario en Baden Baden. Un auténtico derroche de medios, realmente, que uno no conoce en toda su dimensión hasta que no se encuentra en la tesitura de tener que solicitarlos. Dentro de su plan de colaboración y conciliación, y como quiera que vamos sobrados de tiempo, la Administración nos ha amablemente requerido para que en el plazo de un mes vayamos a hacer una cola, de las denominadas monstruosas, en el Registro Civil de nuestra amable urbe, para proceder a la inscripción de la niña de tal manera que, en el futuro, cuando tenga que acudir a hacer otras colas monstruosas para hacer otros trámites, pueda obtener previamente un certificado de cumplimiento de los trámites anteriores, todo ello a mayor gloria de la burocracia del siglo XIX que tantas obras literarias (pienso en Larra, en los covachuelistas de Baroja, en los cesantes de Pérez Galdós) ha inspirado. Nada del frío internet, del fax impersonal, del caduco servicio de correos... Hay que ir a ser atendidos personalmente, a disfrutar de los angostos pasillos del registro, a confraternizar con los padres que allí acuden a recoger su numerito ominoso y sus ojeras, a justificarse, a reconocer la paternidad, a declarar a públicamente la filiación, a abrirse el corazón a ese Estado que tanto nos protege, tanto nos ampara y nos cuida a cambio de que nos dejemos identificar, clasificar y registrar bajo su férula. Saliendo del depósito oficial de almas vivas y muertas, al neopáter le corresponde todavía desplazarse a la Tesorería General de la SS para dar cuenta del acontecimiento e inscribir a la neonata en la tarjeta correspondiente. De allí, echando el bofe por la boca, hay que acudir al Ayuntamiento del Distrito a empadronarla, para que también los munícipes sepan del feliz alumbramiento de una nueva ciudadana y tengan constancia de su morada. ¿Por qué? Porque sino el Servicio Catalán de Salud se negará a concederle un pediatra, para lo cual habrá que constituirse en la sede del mismo y postularse para la concesión. En total, calculo, antes de empezar, que serán tres mañanas las que ofrendaré a mayor gloria de nuestra Benemérita Administración. ¿Suecia, digo? ¡Esto es Jauja!

1.6.06

Atria, si sapias, ambitiosa colas

Como reza el frontispicio de mi humilde bitácora, las anotaciones realizadas en ella no pretenden más que dar cuenta de las ocurrencias de un personaje mediocre, que al mismo tiempo soy yo mismo y el personaje en cuestión. La frontera entre ambas realidades es difusa y, si no fuera consciente de lo inadecuado de la comparación, diría también unamuniana.

Cuentan que don Miguel, tocayo mío, pasaba cada año unas semanas de retiro en el monasterio de los Jerónimos de Madrid, adyacente entonces al Museo del Prado y hoy arrasado, creo, por las obras de ampliación del mismo. Allí usaba alzarse al alba y salir a pasear por el claustro imbuído en sus meditaciones. Daba vueltas y revueltas bajo las góticas bóvedas hasta que, llegado un cierto punto, un impulso irrefrenable le impelía a correr hasta el pozo que se abría en el centro del jardincillo clauso. Se asomaba entonces descompuesto por el brocal y con toda la fuerza que le permitía su flébil voz gritaba a las oscuras profundidades: ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! Ponía entonces el oído atento para deleitarse con el eco su misma voz, que resurgía deformado de las fauces de la tierra y le devolvía su primera persona, a un tiempo propia y ajena. Hacía de sí, en definitiva, un personaje unamuniano.

Igual o semejante filosofía subyace en este rincón del éter.