Montornés del Vallés
Montornés del Vallés, descubrimiento del fin de semana. Y no es que viniéramos de Sigüenza o de Pfaueninseln, no. Veníamos de Martorelles, vía el parque de la cordillera litoral. Y a pesar de eso no pudo dejar de sorprendernos.
Ya desde un altozano divisamos una extensión amorfa, retrepada sobre la ladera, en la que se apiñaban hormigueantes casas de viviendas edificadas sin ton ni son, pero siempre manteniendo la angostura entre los bloques, sin un aire, sin una concesión al verdor ni a la vida humana. De telón de fondo, una zona industrial caduca y el barrio del Polígono, que no es sino una destilación del conjunto de la villa. Un primer atisbo que, debido a las limitaciones de la imaginación, se vio superado por la realidad al contemplarla desde sus entrañas.
Montornés es un típico ejemplo de bidonville institucionalizado. Al descender hacia él constatamos que en su arquitectura pugnaban los dos órdenes predominantes en el Vallés: la horripilancia tardofranquista y la excrecencia de progreso. De un lado, tétricas viviendas en las que la vida era dura cuando se erigieron y donde hoy, después de treinta años de abandono e incuria, la vida es simplemente una quimera; de otro, nuevas urbanizaciones ubicables en el extrarradio de Nairobi o de Newark: edificios orientados a la umbría, paredes de tente mientras cobro y desoladas zonas comunales invadidas por el cesped ralo, la piscina orinal y el seto moribundo.
Se llega a estos predios, viniendo desde el parque, a través de un vertedero incontrolado en el que la progresiva densificación de la basura indica al caminante el camino más corto, el atajo, hacia el lugar donde ésta se produce. Tras algunas lazadas entre los plásticos y los escombros se alcanza la primera calle del pueblo: el Camino Viejo de Martorelles. En el nuevo barrio promovido por el Municipio se observan muchos pisos en venta, dándose amena sombra unos a otros en el silencio de las calles desoladas. Avanzando un poco más se llega a un plano inclinado, impracticable, tachonado de arbustos y sotobosque sin bosque, ideales para el cobijo de las ratas. Una escuálida zona de juegos infantiles, cuyo derredor ha sido desprovisto de cualquier árbol que pudiera atemperar los pueriles sofocos constituye su zona más habitable, si bien ningún niño parece arriesgarse a la mordedura de los roedores o a la quemazón del astro rey. Ese lugar inhóspito, donde el desnivel dificulta la edificación, es, al parecer, la única zona verde del pueblo.
Más allá da el viandante con la calle de Euskadi: una glosa al pie de la placa municipal explica que se trata de un "país del extremo sudoccidental de Europa", impagable prodigio de entrada enciclopédica inútil ante cuya visión se intuyen las horas dedicadas a resolver los quebraderos del nomenclátor por parte de los ediles. A partir de vía de tan reseñable bautismo Montornés adopta el aspecto, tan común a nuestros pueblos y ciudades, de compendio de arquitectura demente: casas a distintos niveles, de fachadas ennegrecidas ornadas con baldosines o sus huecos, ladrillo de obra vista barato, churretones de humedad y toldos cenicero, salpicadas irregularmente con balcones milimétricos y zaguanes pretos; confrontadas unas con otras sobre calles bien polutas por las que circula, a estertores, un tráfico posible en El Cairo. Rugidos, golpes, música ambiental: un concierto de malsones que debe culminar, a altas horas, con la traca de los camiones de la basura.
La huida de Montornés se verifica a través de la estación de ferrocarril de Montmeló, ciudad hermanada a todos los efectos con la primera. Para llegar hasta ella es necesario coger el coche de línea que explota la benemérita empresa Sagalés, una de las lacras del país. La central de autobuses consiste en una marquesina de ladrillo y hormigón, levantada en la década de los 50, completamente recubierta de grafitti y abierta al menos a tres vientos. Un banquillo de madera resquebrajada invita a esperar en pie la llegada del coche de línea. El foráneo, o simplemente el no iniciado, no tiene por supuesto modo de saber a qué hora se espera su arribo. Sólo un retazo de horario que se conserva adherido a la mugrienta papelera (metalepsis de la opinión que al transportista le merecen los viajeros) permite adquirir certeza sobre las frecuencias de paso a última hora del día. Es una parada que tiene sabor de autoconstrucción y biscúter, de mucho polvo en el camino, poca cecina entre las rebanadas y un pertinaz retraso.
Al fin viene y el viajero se va, entre desmontes, canteras y descampados, escuchando cadena Dial. Lleva adherida al alma, por siempre jamás, un nuevo ejemplo de la árida explotación de la ignorancia humana.
Ya desde un altozano divisamos una extensión amorfa, retrepada sobre la ladera, en la que se apiñaban hormigueantes casas de viviendas edificadas sin ton ni son, pero siempre manteniendo la angostura entre los bloques, sin un aire, sin una concesión al verdor ni a la vida humana. De telón de fondo, una zona industrial caduca y el barrio del Polígono, que no es sino una destilación del conjunto de la villa. Un primer atisbo que, debido a las limitaciones de la imaginación, se vio superado por la realidad al contemplarla desde sus entrañas.
Montornés es un típico ejemplo de bidonville institucionalizado. Al descender hacia él constatamos que en su arquitectura pugnaban los dos órdenes predominantes en el Vallés: la horripilancia tardofranquista y la excrecencia de progreso. De un lado, tétricas viviendas en las que la vida era dura cuando se erigieron y donde hoy, después de treinta años de abandono e incuria, la vida es simplemente una quimera; de otro, nuevas urbanizaciones ubicables en el extrarradio de Nairobi o de Newark: edificios orientados a la umbría, paredes de tente mientras cobro y desoladas zonas comunales invadidas por el cesped ralo, la piscina orinal y el seto moribundo.
Se llega a estos predios, viniendo desde el parque, a través de un vertedero incontrolado en el que la progresiva densificación de la basura indica al caminante el camino más corto, el atajo, hacia el lugar donde ésta se produce. Tras algunas lazadas entre los plásticos y los escombros se alcanza la primera calle del pueblo: el Camino Viejo de Martorelles. En el nuevo barrio promovido por el Municipio se observan muchos pisos en venta, dándose amena sombra unos a otros en el silencio de las calles desoladas. Avanzando un poco más se llega a un plano inclinado, impracticable, tachonado de arbustos y sotobosque sin bosque, ideales para el cobijo de las ratas. Una escuálida zona de juegos infantiles, cuyo derredor ha sido desprovisto de cualquier árbol que pudiera atemperar los pueriles sofocos constituye su zona más habitable, si bien ningún niño parece arriesgarse a la mordedura de los roedores o a la quemazón del astro rey. Ese lugar inhóspito, donde el desnivel dificulta la edificación, es, al parecer, la única zona verde del pueblo.
Más allá da el viandante con la calle de Euskadi: una glosa al pie de la placa municipal explica que se trata de un "país del extremo sudoccidental de Europa", impagable prodigio de entrada enciclopédica inútil ante cuya visión se intuyen las horas dedicadas a resolver los quebraderos del nomenclátor por parte de los ediles. A partir de vía de tan reseñable bautismo Montornés adopta el aspecto, tan común a nuestros pueblos y ciudades, de compendio de arquitectura demente: casas a distintos niveles, de fachadas ennegrecidas ornadas con baldosines o sus huecos, ladrillo de obra vista barato, churretones de humedad y toldos cenicero, salpicadas irregularmente con balcones milimétricos y zaguanes pretos; confrontadas unas con otras sobre calles bien polutas por las que circula, a estertores, un tráfico posible en El Cairo. Rugidos, golpes, música ambiental: un concierto de malsones que debe culminar, a altas horas, con la traca de los camiones de la basura.
La huida de Montornés se verifica a través de la estación de ferrocarril de Montmeló, ciudad hermanada a todos los efectos con la primera. Para llegar hasta ella es necesario coger el coche de línea que explota la benemérita empresa Sagalés, una de las lacras del país. La central de autobuses consiste en una marquesina de ladrillo y hormigón, levantada en la década de los 50, completamente recubierta de grafitti y abierta al menos a tres vientos. Un banquillo de madera resquebrajada invita a esperar en pie la llegada del coche de línea. El foráneo, o simplemente el no iniciado, no tiene por supuesto modo de saber a qué hora se espera su arribo. Sólo un retazo de horario que se conserva adherido a la mugrienta papelera (metalepsis de la opinión que al transportista le merecen los viajeros) permite adquirir certeza sobre las frecuencias de paso a última hora del día. Es una parada que tiene sabor de autoconstrucción y biscúter, de mucho polvo en el camino, poca cecina entre las rebanadas y un pertinaz retraso.
Al fin viene y el viajero se va, entre desmontes, canteras y descampados, escuchando cadena Dial. Lleva adherida al alma, por siempre jamás, un nuevo ejemplo de la árida explotación de la ignorancia humana.