Dum tu forsitan inquietus erras, clamosa, Iuvenalis, in Subura
Todo parece indicar que las próximas elecciones municipales no servirán sino para zahondar un poco más en el descrédito de los políticos, de las instituciones y del país en general: así, hasta que venga un coronel Papadopoulos o un archimandrita Makarios, pantagruélico y localista, que ponga orden a base de hostias o sables, y la constitución del 78 pase a ser denominada, en los manuales de historia política ibérica, la "enésima".
Al abajo suscripto estos comicios municipales le verán, como ya le vieron los anteriores, lejos de la urna: Para ser exactos, en la antigua Dertosa, donde nunca ni estuvo ni le corresponde sufragio. Pero, hombre, dijo el buenista, si Vd no vota, luego no se queje, la democracia es participación, etc. A otro perro con ese hueso.
Tras casi cuatro lustros de democracia municipal, los Ayuntamientos están completamente agotados: moral, ideológica y políticamente. Veamos el caso de Barcelona.
Barcelona no es ya Barcelona. Desde el punto de vista de su población, la ciudad condal es hoy una ciudad del Lejano Oeste, una playa a la que van viniendo a parar los restos de los más variopintos naufragios: el hundimiento de la Cataluña pairal, el colapso de la España agrícola, el embozamiento del altiplano andino, el desballestamiento de la morería, la ruina del socialismo real. Los únicos que han desembarcado pujantes, desde Casa Antúnez al Campo de la Bota, son los chinos: aprovechando el desconocimiento de la lengua y las costumbres, y amparados en su completa falta de asimilación, prosperan como peces en el agua del río Amarillo; a sus ojos la fealdad, el hormiguismo, el anorreamiento colectivo son caladeros perhinchidos de devoradores de empanadillas won-ton, las de podrido relleno y mórbida textura.
El entorno también ha desaparecido. Barcelona era una ciudad costera que presidía un ameno llano, cultivado o baldío, que resiguiendo un suave plano inclinado descendía desde la sierra, verdadero limes del entrotierra urbano, y se abría a ambos lados merced al depósito constante de sus dos ríos mediatos. Los dos deltas, el llobregatense y el besónico, conferían a la ciudad el usufructo de una amplia y mitológica costa bajo la atalaya del fortín de Montjuich. Hoy el entrotierra ha sido engullido sin dejar ni un vestigio, ni un matorral, ni un arroyo, bajo uno de los ensanches urbanos más deprimentes que quepa concebir, sólo superado por la obsesiva y enervante rectilínea disposición del Ensanche propiamente dicho: corsé de horripilancia que ha embrutecido la relación de los habitantes con su ciudad y, a la postre, ha acabado con ambos.
Los dos cauces de aguas fecales que antaño fueron los ríos son, por mucho que se pretenda disimular, dos alcantarillas a cielo abierto y, de darse el observador al antropomorfismo, no puede dejar de sentir una honda compasión por los potamói de que son trasunto. De los deltas, el uno ha ejercido una inefable vis atractiva sobre cuanto foco de ponzoña se ha erigido para gestionar las deposiciones de las hormigas, hasta el punto de que sólo avezados geógrafos pueden identificarlo con el accidente geográfico de que es consecuencia; el otro aún puede verse agonizar bajo una maraña de eruptos arquitectónicos, sin que nadie salga en defensa del equivalente local a la huerta valenciana, al agro romano o la campiña londinense.
Habrá quien sitúe una cierta continuidad histórica, un pathos barcelonés, en sus calles, en su cacareada e inencontrable belleza modernista, en sus plátanos bordes, supuestamente nemorosos y en realidad tísicos. Nada de todo eso es cierto, a salvo espejismos provocados por la excesiva exposición a la propaganda del régimen. Las calles de Barcelona son, en realidad, meandros de autopistas. Y no hay nada más que añadir.
Retomando la perspectiva política de la cuestión, no se puede sino concluir que el Ayuntamiento de Barcelona no es tal. Ni el término municipal tiene nada que ver con el sobrehaz urbano y vital, ni las tareas que realizan los ediles tienen demasiada relación con lo que un contribuyente esperaría de su consistorio. La administración local, como es notorio, constituye en toda España un foco indisimulado de corrupción más o menos legalizada, de malversación y de amparo a los miembros menos dotados de las facciones güelfas o gibelinas que domeñan cada pueblo y cada ciudad. Para sustraer tan poco beatífica visión de los ojos de quienes sufragan la fiesta, los munícipes recurren a las técnicas más avanzadas--las clásicas--de adoctrinamiento colectivo. Por eso, Barcelona es hoy, y como fue pionera lo es desde hace años, un soporte publicitario para los mantras cada vez más simplones y zafios que repite la grey cada vez más alienada. ¿Adónde llegará el sadismo de los propagandistas? Una vez todos hemos podido leer, pendiente de infinitas banderolas en las interminables rectas del Ensanche, la misma letanía repetida ad náuseam "m'agrada viure a Barcelona, m'agrada viure a Barcelona, m'agrada viure a Barcelona..." y no hemos reaccionado deponiendo al alcalde y confinándolo a Can Cuyás perpetuamente, no podemos engañarnos y simular que no sabemos que la caída es sin red, y que mientras nos precipitamos en este abismo de Montesinos seremos observados, desde la distancia que ofrecen un billete de avión y diez galones de cerveza, por una legión de bárbaros anhelantes de revolcarse en su orín, de degradarnos con sus aquelarres de bajo coste y de expropiarnos lo poco que aún ha subsistido a la piqueta, a los arquitectos locales e internacionales, a la cartelería, a la caja vacía, a los pebeteros olímpicos, al martirologio ecologista y al culto a los padres de la patria. Así han sido enajenados de la ciudad todo el casco antiguo, el puerto, el paseo de Gracia, la villa homónima, los dos o tres museos que nos legaron los antiguos, las fiestas mayores, las celebraciones religiosas y las cuatro decenas de comercios que la burguesía logró elevar a un nivel paragonable al europeo y a la vida civilizada. Los últimos pilares de la historia de Barcelona tiemblan ante el avance de las tropas papanatistas: intuye la ciudadela de Montjuich su próximo travestimiento, ridículo hasta lo criminal, en museo de la tolerancia y la paz; prevé la Feria cuatro grandes sangrientas columnas que cuando nacieron hace ochenta años ya eran viejas y caducas; se atisba el general Prim reducido del rango ecuestre al del galpón municipal del extrarradio, como poco ha le sucediera al Duque de la Victoria; duélese el mercado del Borne, convertido en reliquia cuando aún vivía; tiembla el Hospital de la Santa Cruz y de San Pablo cuando oye que le quieren arrebatar los enfermos e incrustarle un incurable e infeccioso show-room modernista; muérese la ciudad, en suma, y de su putrefacción nace un nuevo ente, una máquina de exaccionar y de remover detritus, a mayor gloria de los cuestores.
Confinante al norte con Banlieu del Besós, al sur con Banlieu de Llobregat y tras la montaña con la conurbación de Ripollet-sur-Papiol, una urbe mira desnortada hacia el único punto libre que le ofrece el horizonte: el piélago que ha tratado como albañal. Y sobre la línea inerte de un horizonte anaranjado vislumbra la cabeceante arboladura de un navío que se aleja, portando consigo quizá a los últimos layetanos, ahora apátridas con patente de corso; centellea la lente de un catalejo cada vez más tenuemente, a medida que el bajel va doblando el espinazo del mundo,
Al abajo suscripto estos comicios municipales le verán, como ya le vieron los anteriores, lejos de la urna: Para ser exactos, en la antigua Dertosa, donde nunca ni estuvo ni le corresponde sufragio. Pero, hombre, dijo el buenista, si Vd no vota, luego no se queje, la democracia es participación, etc. A otro perro con ese hueso.
Tras casi cuatro lustros de democracia municipal, los Ayuntamientos están completamente agotados: moral, ideológica y políticamente. Veamos el caso de Barcelona.
Barcelona no es ya Barcelona. Desde el punto de vista de su población, la ciudad condal es hoy una ciudad del Lejano Oeste, una playa a la que van viniendo a parar los restos de los más variopintos naufragios: el hundimiento de la Cataluña pairal, el colapso de la España agrícola, el embozamiento del altiplano andino, el desballestamiento de la morería, la ruina del socialismo real. Los únicos que han desembarcado pujantes, desde Casa Antúnez al Campo de la Bota, son los chinos: aprovechando el desconocimiento de la lengua y las costumbres, y amparados en su completa falta de asimilación, prosperan como peces en el agua del río Amarillo; a sus ojos la fealdad, el hormiguismo, el anorreamiento colectivo son caladeros perhinchidos de devoradores de empanadillas won-ton, las de podrido relleno y mórbida textura.
El entorno también ha desaparecido. Barcelona era una ciudad costera que presidía un ameno llano, cultivado o baldío, que resiguiendo un suave plano inclinado descendía desde la sierra, verdadero limes del entrotierra urbano, y se abría a ambos lados merced al depósito constante de sus dos ríos mediatos. Los dos deltas, el llobregatense y el besónico, conferían a la ciudad el usufructo de una amplia y mitológica costa bajo la atalaya del fortín de Montjuich. Hoy el entrotierra ha sido engullido sin dejar ni un vestigio, ni un matorral, ni un arroyo, bajo uno de los ensanches urbanos más deprimentes que quepa concebir, sólo superado por la obsesiva y enervante rectilínea disposición del Ensanche propiamente dicho: corsé de horripilancia que ha embrutecido la relación de los habitantes con su ciudad y, a la postre, ha acabado con ambos.
Los dos cauces de aguas fecales que antaño fueron los ríos son, por mucho que se pretenda disimular, dos alcantarillas a cielo abierto y, de darse el observador al antropomorfismo, no puede dejar de sentir una honda compasión por los potamói de que son trasunto. De los deltas, el uno ha ejercido una inefable vis atractiva sobre cuanto foco de ponzoña se ha erigido para gestionar las deposiciones de las hormigas, hasta el punto de que sólo avezados geógrafos pueden identificarlo con el accidente geográfico de que es consecuencia; el otro aún puede verse agonizar bajo una maraña de eruptos arquitectónicos, sin que nadie salga en defensa del equivalente local a la huerta valenciana, al agro romano o la campiña londinense.
Habrá quien sitúe una cierta continuidad histórica, un pathos barcelonés, en sus calles, en su cacareada e inencontrable belleza modernista, en sus plátanos bordes, supuestamente nemorosos y en realidad tísicos. Nada de todo eso es cierto, a salvo espejismos provocados por la excesiva exposición a la propaganda del régimen. Las calles de Barcelona son, en realidad, meandros de autopistas. Y no hay nada más que añadir.
Retomando la perspectiva política de la cuestión, no se puede sino concluir que el Ayuntamiento de Barcelona no es tal. Ni el término municipal tiene nada que ver con el sobrehaz urbano y vital, ni las tareas que realizan los ediles tienen demasiada relación con lo que un contribuyente esperaría de su consistorio. La administración local, como es notorio, constituye en toda España un foco indisimulado de corrupción más o menos legalizada, de malversación y de amparo a los miembros menos dotados de las facciones güelfas o gibelinas que domeñan cada pueblo y cada ciudad. Para sustraer tan poco beatífica visión de los ojos de quienes sufragan la fiesta, los munícipes recurren a las técnicas más avanzadas--las clásicas--de adoctrinamiento colectivo. Por eso, Barcelona es hoy, y como fue pionera lo es desde hace años, un soporte publicitario para los mantras cada vez más simplones y zafios que repite la grey cada vez más alienada. ¿Adónde llegará el sadismo de los propagandistas? Una vez todos hemos podido leer, pendiente de infinitas banderolas en las interminables rectas del Ensanche, la misma letanía repetida ad náuseam "m'agrada viure a Barcelona, m'agrada viure a Barcelona, m'agrada viure a Barcelona..." y no hemos reaccionado deponiendo al alcalde y confinándolo a Can Cuyás perpetuamente, no podemos engañarnos y simular que no sabemos que la caída es sin red, y que mientras nos precipitamos en este abismo de Montesinos seremos observados, desde la distancia que ofrecen un billete de avión y diez galones de cerveza, por una legión de bárbaros anhelantes de revolcarse en su orín, de degradarnos con sus aquelarres de bajo coste y de expropiarnos lo poco que aún ha subsistido a la piqueta, a los arquitectos locales e internacionales, a la cartelería, a la caja vacía, a los pebeteros olímpicos, al martirologio ecologista y al culto a los padres de la patria. Así han sido enajenados de la ciudad todo el casco antiguo, el puerto, el paseo de Gracia, la villa homónima, los dos o tres museos que nos legaron los antiguos, las fiestas mayores, las celebraciones religiosas y las cuatro decenas de comercios que la burguesía logró elevar a un nivel paragonable al europeo y a la vida civilizada. Los últimos pilares de la historia de Barcelona tiemblan ante el avance de las tropas papanatistas: intuye la ciudadela de Montjuich su próximo travestimiento, ridículo hasta lo criminal, en museo de la tolerancia y la paz; prevé la Feria cuatro grandes sangrientas columnas que cuando nacieron hace ochenta años ya eran viejas y caducas; se atisba el general Prim reducido del rango ecuestre al del galpón municipal del extrarradio, como poco ha le sucediera al Duque de la Victoria; duélese el mercado del Borne, convertido en reliquia cuando aún vivía; tiembla el Hospital de la Santa Cruz y de San Pablo cuando oye que le quieren arrebatar los enfermos e incrustarle un incurable e infeccioso show-room modernista; muérese la ciudad, en suma, y de su putrefacción nace un nuevo ente, una máquina de exaccionar y de remover detritus, a mayor gloria de los cuestores.
Confinante al norte con Banlieu del Besós, al sur con Banlieu de Llobregat y tras la montaña con la conurbación de Ripollet-sur-Papiol, una urbe mira desnortada hacia el único punto libre que le ofrece el horizonte: el piélago que ha tratado como albañal. Y sobre la línea inerte de un horizonte anaranjado vislumbra la cabeceante arboladura de un navío que se aleja, portando consigo quizá a los últimos layetanos, ahora apátridas con patente de corso; centellea la lente de un catalejo cada vez más tenuemente, a medida que el bajel va doblando el espinazo del mundo,
y ve el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Estambul.